Mostrar el lado cavernícola de una bomba sexy podría ser uno de los secretos del éxito de Sres. Papis: de repente, un televidente papá promedio puede verse identificado en la torpeza amorosa, la dificultad, la emoción, el vértigo y la ridícula resolución de conflictos que propone un padre que parece ser “como uno” aunque luzca como el resultado de una combinación milagrosa de genes y Photoshop. Eso que le está pasando al Chori (Luciano Castro) nos ha pasado a todos: no entender las decisiones afectivas y sexuales de la compañera, no saber cómo arreglárselas con la soledad, no lograr un equilibrio entre trabajo y vida doméstica. Ok, el chabón parece salido de una agencia de modelos, pero a los pocos minutos eso suma algo misterioso al proceso de identificación. Lo inverosímil de su musculatura refuerza la idea de que si acaso el Chori no es un reflejo de lo que más o menos viene siendo un papá de estos tiempos, al menos sí es una pintura de lo que un papá de estos tiempos querría ser: torpe y querendón, trabajador cabeza hueca y lo suficientemente encantador como para seducir a Marcela Kloosterboer.
Lograr ese personaje es un mérito del actor y de un guion que, si bien cae en los vicios narrativos que la moral argentina considera virtudes (la culpa como motivación, la idea de familia como algo sagrado), avanza con mucha gracia en su objetivo de hablar de los nuevos modos de la paternidad. Los cuatro actores principales (Castro, Furriel, Cáceres y Menahem) saben cómo ridiculizarse y ser al mismo tiempo adorables, y sostienen la comedia con sus gestos de no entender por qué el mundo no es lo que esperaban que fuera. Sres. Papis la pega cuando juega con eso y nos hace creer que con tres hijos, pizzería en crisis y desastre emocional reciente, todavía es posible que algo te mueva un poco más el piso.
En contra: papis vertiginosos
Había una linda promesa en Sres. Papis. Retratar a familias no convencionales a través de los ojos paternos, sumado a la idea de otorgar distintos estados civiles a los protagonistas, hablaba de una fuerte apuesta. Fuerte y apelante. Sin embargo, la serie de Telefe se quedó a medio camino entre las aspiraciones de convertirse en un programa demostrativo de las nuevas costumbres sociales y la clásica comedia de enredos de la tevé argentina.
Todo tiene gusto a trillado. Los conflictos aptos para todo público bordean siempre el lugar común y terminan derrapando en el laberinto amoroso tradicional (me gusta la novia de mi papá/ me gusta la maestra de mi hijo pero tiene novio malo/ me gustan todas las chicas pero voy a sucumbir frente a la que verdaderamente me ama aunque no la haya ni mirado antes/ etcétera).
Tener cuatro personajes principales es otra de las inconveniencias. La necesidad de cubrir en un episodio a todos galanes, sin prioridad, hace que los diálogos y las escenas que los involucran se acorten, no hay profundidad que valga y el programa adquiere un ritmo por momentos vertiginoso y que deja sensación de vacío. Salvo por algunas intervenciones de Peto Menahem (lejos, el personaje más logrado) la concisión de las participaciones no le es favorable: cuando uno comienza a sentirse cómodo con una historia, automáticamente se pasa a otro escenario.
Sres. Papis podría haberse inscripto en el marco de nuevas jugadas al estilo de la excelente Modern Family en los Estados Unidos, donde el concepto habitual de familia es puesto a prueba sin perder el humor y la gracia. Pero terminó siendo una más del montón. Eso sí, con chicos apuestos.
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