La cocina puede ser una metáfora del infierno (los que hacen Hell’s Kitchen lo saben mejor que nadie), o bien un ámbito de creación y refinamiento donde se entiende por qué es posible hablar de artes culinarias.
Masterchef, tanto en su versión original como en la producción argentina que pone al aire Telefe, es una combinación de ambas posibilidades. Por momentos, el universo gourmet se convierte en un teatro de fracasos y humillaciones, con escenas que se filtran desde las hornallas y sartenes hacia otras problemáticas humanas reflejadas con distinto grado de dramatismo. Pero también es la ocasión para que personas de acá y de allá se prueben en distintos desafíos y alcancen la excelencia en una disciplina que, entre otras cosas, implica producirle bienestar a los otros.
Donato de Santis, German Martitegui y Christophe Krywonis son los jurados en materia de sabores, texturas y aspectos visuales de los platos, evaluando el equilibrio entre simpleza y sofisticación, pero más que nada conforman un afianzado trío de villanos entrenados para poner en apuros a los participantes. Es verdad que a veces se roza el maltrato, y que los cocineros amateurs deben someterse a decálogos soberbios, pero todo es parte de una muy bien guionada trama de auge y caída, que utiliza el suspenso en las dosis necesarias. Por eso la edición es absolutamente dramática, sobre todo en los momentos previos a la conclusión de los platos, cuando la tensión lograda invita siempre a esperar lo peor.
Hay risas. Hay lágrimas. Rivalidades. Alianzas y traiciones. Masterchef es un gran culebrón. Y sale en su punto justo.
En contra: En el horno
Un padre que reprende a su hijo. Un docente que cuestiona la capacidad de un alumno delante de los demás. Un jefe que se burla de un empleado. El abuso de poder y la crueldad pueden tener mil variantes. Y la que más rinde en el rating parece ser la relación dominante/dominado de los jueces de realities y sus concursantes. Eso que Simon Cowell dejó como marca registrada en American Idol (la idea de que el personaje pérfido de las ficciones es clave también para estos formatos) es llevado al extremo en Masterchef. Y no tanto porque los jueces sean unos tiranos de abdomen abultado, más bravos y marciales que el nazi de la sopa de Seinfeld, sino porque quien armó el "casting" de los participantes se encargó de reclutar a los más experimentados al lado de los más amateurs. Es decir, los que tienen al menos algunas armas para defenderse y los vulnerables.
Es insólito, pero parte del encanto que muchos ven en Masterchef es apreciar cómo una señora intenta hacer una bruschetta sin saber muy bien qué es (y sin que nadie se lo explique), o como un improvisado cocinero mira una rana sin entender cómo convertirla en un plato gourmet. Y si bien cada concursante puede hacerse cargo de su decisión de ingresar en un certamen que ya en su versión original se caracteriza por no tener piedad con los aprendices, corre por cuenta de los realizadores (y de los espectadores) que unos impulsen y otros se regocijen con los episodios en los que queda en evidencia la ignorancia ajena. ¿Cuántos de los que disfrutan esos momentos saben hacer un lomo Wellington?