Desde Sherlock Holmes al Papa Benedicto, la figura del mayordomo ha sido protagonista en muchas de las historias de la humanidad. Recordemos que siempre, universalmente, ese hombre de confianza fue el que guardó la llave de los secretos más tremendos de la familia. Alfred en la mansión de Bruno Wayne o Emilio en la casa de las mujeres Bandi salieron desde las sombras y llegaron a iluminarse y a ponerse en un podio. Porque el mayordomo, siempre, siempre, siempre, es el que conoce los misterios.
Por eso, en Dulce Amor, Emilio resulta un superhéroe moderno. Incluso más que el propio Batman. Es el único hombre que sobrevive aferrado a su buena voluntad y rodeado por cuatro mujeres acomodadas y conflictivas. También es el poseedor absoluto del sentido común. Tiene corazón y lo usa. Pero también pone cabeza. Esconde y a la vez, habla. Habla y, a la vez, oculta. Oculta y, a la vez, es el único capaz de acomodar los entuertos como en rompecabezas.
Emilio, alguien tiene que decirlo, es el alma inquieta de la novela. Es la mente brillante. Ni bueno ni malo, el mayordomo siempre es el amigo fiel, la figura complementaria, el verdadero yang del ying. Y Emilio es el único hombre que las Bandi no podrían darse el lujo de perder.